Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario en un hospital de conocí a una niñita llamada Liz, que sufría de una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, quien había sobrevivido a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla.
El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a darle su sangre. Yo lo vi dudar por un momento antes de tomar un gran suspiro y decir:
“Sí, lo haré si eso salva a Liz”.
Mientras la transfusión se hacía, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, muy sonriente, mientras nosotros los asistíamos y veíamos regresar el color a las mejillas de la niña.
De pronto el pequeño se puso pálido y su sonrisa desapareció. Miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa:“¿A qué hora empezaré a morir?”

No había comprendido al doctor: pensaba que tendría que darle toda su sangre a su hermana.
Y aun así había aceptado.

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